¿Quién sabe?
Quizás, o tal vez, la poesía es la mejor medicina del
alma. Por eso, los poetas no son más que alguaciles de la esperanza.
¡Ay! los poetas, esos raros especímenes que cada día se inventan un mundo para olvidar
el nuestro. Pero, ¿Qué sería del mundo sin los poetas? O, ¿Qué sería de los poetas sin el mundo?
Si, el mundo. Ese espacio de universo que algún día llegará
su fin, pero que a excepción de los poetas, la humanidad se empeña en
adelantarle su desaparición. Así lo reafirman los eruditos y lo esgrimen los
científicos: “El hombre es el ser sobre la tierra más destructor de su
entorno”. Es una especie de cáncer de la naturaleza, que sin remordimiento hace
metástasis en todo lo que le ofrece condiciones para garantizar su existencia.
Sin embargo reitero, a los poetas hay que excluirlos de
esa nefasta actitud porque para bien, alguien los enseñó a salvar el mundo para
pulir un verso. Perdón, a “sacrificar un mundo para pulir un verso”.
Que lastima que no fui poeta. Y, no vayan a creer que no
tuve la intención. Me imaginaba como Neruda rodeado de bellas mujeres que
desfallecían con los versos, y que hasta pasaba largas temporadas en una alta
colina del Mediterráneo esperando la llegada del cartero. Y, por supuesto
cantándole al amor y a la vida. Propiciando la paz y fustigando la guerra.
Pero no fue así. Más pudo la estética de la arquitectura,
que la palabra. Sin embargo, todo esto se los digo porque al fin y al cabo, lo
que quiero decirles es que, durante mi existencia he vivido rodeado de poetas,
de músicos y de locos.
O, les parece poco que, a pesar de las advertencias de
peligro de los pescadores, le haya servido a mi padre de cómplice, para
recorrer hasta su final en una noche oscura y estrellada el ruinoso Muelle de
Puerto Colombia (el mismo que llegó a ser alguna vez el más largo del mundo) en
compañía del poeta Nicolás Guillen, mientras la dulce voz de Meyra Delmar
esparcía sus versos desafiando las fuertes brisas decembrinas.
Y, posteriormente Jorge Artel, que con su sonora
carcajada, hacía temblar las paredes de la vieja mansión “La Perla”. Allí donde
aún rondan los espíritus de Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda Samudio.
Inolvidables tardes de tertulias, organizadas por mi padre en la naciente
Universidad Simón Bolívar, y donde David Sánchez Juliao, Abel Avila, Federico
Santodomingo, Gustavo Álvarez Gardeazabal, entre otros, hacía gala de su
prodigiosa memoria, mientras Esthercita Forero deleitaba al público con sus
cantos.
Más tarde llegaron otros. Jorge Marel, Oscar Flórez
Tamara, Margarita Galindo, Diego Marín Contreras, Tallula Flórez, Álvaro
Suescun, Miguel Iriarte, y otros que ahora se me escapan, insistían en seguir
el legado de sus antecesores.
Por eso ahora, son numerosos los motivos que me asaltan
al tener el privilegio de escribir sobre este libro, el nuevo tomo; el cuarto
del Colectivo Poético MaríaMulata donde se le brinda un merecido homenaje a la
poeta sucreña Dina Luz Pardo Olaya. Libro que dirige y coordina Alfonso Avila
Pérez, el editor que promueve y ensalsa a las nuevas voces de la poesía
costeña.
Un impulso en particular, conmueve mis sentidos: el saber
que a pesar de que la tecnología nos abruma con la intención de subyugar el
pensamiento, esta pléyade de poetas nos llegan pisando firme para retomar las
banderas del verso y la metáfora, en una ciudad que no ha dejado un solo
instante de sentir –aun cuando sea a sus espaldas- las “…cuchilladas del rio
sobre el mar”.
Pues bien, sin más preámbulos, aquí están en las
trincheras de sus propios versos: Eduardo Rafael Berdugo Cuentas, Miriam Díaz
Perez, John Iglesias Pacheco, MaríaPaz Martínez, Nicolás Martínez, Rafael
Mercado Epieyu, Adalberto Mieles Gómez y Juan Jair Natera, intentando mantener
encendidas las antorchas de la imaginación y la palabra.
Mientras tanto yo, me resigno a pensar que solo cuando
todos tengamos algo de poetas, tendremos garantizados la preservación de este mundo…
Por Ignacio
Consuegra Bolívar
Arquitecto
Vicerrector de infraestructura
Universidad Simón Bolívar